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Carta en una Playa sin Nombre

Maldito sea el momento en el que pensé en venir a este lugar alejado de cualquier salvación…

Escribo estas palabras en lo que considero mis posibles últimos momentos de lucidez. Quisiera creer que la Luz me ha abandonado, pero conociendo la existencia de los horrores que he visto, la presencia de la Luz y su esperanza sólo serían un macabro intento de desconocer la antigua verdad de nuestro destino. Una burla hacia nuestra existencia, orquestado por esa maldita brújula.

Todo comenzó hace… ¿Días? ¿Semanas? ¿Meses? Mi mente no consigue vislumbrar el tiempo en el que este tormento me ha acompañado.

Era un aventurero, como muchos otros antes que yo, dispuesto a explorar el mundo y hacerme con todos los tesoros y riquezas que pudiera imaginar. A más de uno le resultará familiar. Mis viajes me llevaron desde a prados verdes poblados por los seres más bellos en las Colinas Pardas, hasta templos malditos en las secas y olvidadas arenas de Uldum. Cada lugar esconde peligros, pero jamás imaginé lo que encontraría en esta playa maldita.

Cuando llegué al Valle de Canto Tormenta me imaginé que terminaría teniendo unas semanas de descanso en aquellas granjas de Brennadan, y así fue al principio. La gente era tranquila y agradable. Hablando con nativos, me contaron sobre los tortolianos, criaturas con aspecto de tortuga que frecuentaban las costas intercambiando objetos antiguos e historias.

Por supuesto, me dirigí en seguida en busca de ellos.

No especificaron ninguna costa concreta, pero tampoco lo necesitaba. Mi espíritu aventurero me instó a explorar casi toda la región costera en su búsqueda, y más pronto que tarde, en una playa cuyo nombre desconocía, si es que siquiera tenía uno, me encontré con un pequeño grupo de estos.

Eran extraños, pero agradables, e intercambiamos bastantes historias. Sus enormes caparazones albergaban montones de pergaminos y objetos antiguos, aunque uno de ellos… no consigo recordar su nombre… tenía algo que, en aquel entonces, me llamó bastante la atención.

Mientras conversábamos, me percaté de una curiosa brújula que reposaba en su caparazón. Mis ojos se iban hacia ella en todo momento, como si fuera algo que desentonara demasiado con el resto de objetos, y a la vez, sentía que no debía preguntar por ella, ya que de hacerlo, podría delatar el interés desmedido que sentía por dicho objeto, convirtiéndome en, como dirían los goblins, un caramelo.

Debo de admitir que en mis viajes, frecuento el uso de artimañas que muchos podrían considerar poco éticas. En este caso, hice uso de estas habilidades y, en un descuido, me hice con aquella brújula. Luego, marché dejando al grupo de tortolianos en aquel lugar junto a los rayos del sol del crepúsculo.

Observé ese extraño objeto en busca de desvelar qué la hacía tan especial, pero cuando la tuve en mis manos, nada la distinguía de mi propia brújula personal por ejemplo.

Tenía detalles marinos, y cláramente perteneció a alguien de Kul Tiras, pero ya tenía una brújula de la región como recuerdo de aquella visita. Además, parecía estar imantada de una forma algo menos eficaz, ya que aunque su fría aguja apuntaba hacia el norte, era mucho más endeble y menos firme que la mía.

Por desgracia para mi y aunque en aquel momento aún no lo sabía, ya era demasiado tarde.

Cuando volví a la posada donde me hospedaba, no tardé en conciliar el sueño. Aún así, soñé con algo verdaderamente extraño.

Me encontraba en un vacío de oscuridad y soledad, y a lo lejos, el salino olor del mar comenzaba a llegar. Poco a poco escuchaba el goteo del agua en algún lugar, acercándose, sin prisa pero sin pausa. Era un incesante sonido que poco a poco se iba convirtiendo en un chapoteo, como si algo o alguien se fuera acercando desde algún lugar que no podía ver. Sentí como el peligro me acechaba y mi mano se dirigió rápidamente a donde suele colgar mi fiel cimitarra, pero antes de poder coger nada, algo me agarró y el estruendoso sonido de un rayo cayendo no muy lejos de mí terminó con ese angustioso sueño.

Aún sigo dudando de si ese rayo sonó en mi cabeza, o si realmente cayó fuera de la posada. A fin de cuentas, el valle de Canto Tormenta no se llama así en vano.

Al día siguiente no le di la importancia que merecía a ese sueño. Una mera pesadilla debido al exceso de comida salada, me imaginé.

Por supuesto, ese día comencé a notar cosas extrañas. Cuando salí a la Ciudad de Brennadan, me sentí como si alguien tratara de vigilarme. Pensé que podía deberse al robo de aquella brújula, pero nadie de esa ciudad podía haber sabido nada al respecto.

En un cruce de caminos, cuando me giré para ver qué había en una de las direcciones, recuerdo notar la presencia de alguien a mi lado, e incluso pisó corriendo un charco, el cual salpicó mis cuidadas botas. Cuando me giré entre sorprendido y enfadado para replicarle, no había nadie en aquella dirección. De hecho, miré en todas las direcciones y, por un momento, me percaté de que estaba completamente solo. No escuchaba ni a personas ni a animales. Solo y únicamente al mar.

Por algún motivo, sentí que debía de mirar la brújula, y mi presentimiento fue recompensado con algo muy revelador: La brújula había dejado de apuntar al Norte. ahora símplemente apuntaba a algo que… parecía moverse.

Me sentí intrigado por ese extraño cambio, y mi mente deseosa de encontrar algún tesoro oculto, quizás de alguno de esos sabiomar de los que tanto hablaban en aquella región, siguió donde la brújula apuntaba.

Durante el camino no paraba de mirar aquella aguja tratando de no desviarme ni un ápice de mi desconocido objetivo. El viaje, al principio emocionante, pronto se volvió tedioso, monótono y aburrido. Aún así, continué andando sin quitar la vista de la brújula.

Cada segundo que miraba esa cosa, más me obsesionaba con ella. Pensaba en los posibles secretos que podría ocultar. En cómo pudo haber llegado a las manos de un tortoliano. En si el propio tortoliano pudo haber reclamado ya esa recompensa que me pertenecía.

En algún punto de la ruta, mi mente divagó fuera de mi cuerpo. Quizás cayera exhausto por cansancio, o quizás me eché a descansar sin darme cuenta, pero antes de percatarme hacia dónde me estaba guiando aquella aguja imantada, me vi una vez más en aquella oscuridad eterna.

Cogí mi cimitarra apresuradamente, temiendo que llegara lo que la última vez intuí, pero esta vez algo cambió. El salino olor del mar se entremezcló con el pútrido olor de la carne podrida. Miré a mis pies y vi como estos estaban sumergidos en agua. El agua de una costa olvidada a la que probablemente nadie habría ido en demasiado tiempo.

Al menos, hasta ese momento, ya que ahora estaba yo allí, y conmigo, llegó alguien o quizás algo… más.

Me giré, cimitarra en mano, y me encontré cara a cara con algo que hizo que me diera un vuelco el corazón. Aún se me eriza el pelo al recordar esa imagen…

Frente a mi se encontraba mi anciano padre, fallecido muchos años atrás, con un aspecto deforme, pútrido, impío… Había visto no muertos antes, pero ninguno de ellos se parecía a la imagen que tenía frente a mi. Me miraba con unos ojos vacíos y habló con una boca que, si bien estaba, no parecía saber abrir, como si su piel no fuera más que un mero caparazón para algo terrible que ocultaba en su interior.

Sus palabras sonaron desde la lejanía. “Ven a nosotros” me dijo. “Serás nosotros”.

El sonido de sus palabras me provocó un gran dolor de cabeza, como si mis oídos no soportaran la existencia de esa voz. Grité dolorido mientras notaba como mi cabeza se humedecía con la sangre que brotaba de mis orejas.

Cerré los ojos desesperadamente, y tras unos eternos instantes, me encontré en lo que creía que era un lugar familiar.

Estaba de nuevo en aquella playa sin nombre donde robé la brújula a aquel tortoliano.

Pensé que el objeto albergaba algún tipo de maldición, por lo que busqué a aquel ser de nuevo en aquella costa, y tras encontrarlo, le rogué que aceptara de nuevo la brújula que le quité a traición.

A pesar de ello, el tortoliano se mostró confuso. Aseguraba que jamás había tenido una brújula, y menos encantada, y de hecho, me dijo que acababa de llegar a esa costa por primera vez. Por supuesto, nunca había hablado conmigo, y ninguno de sus compañeros parecía reconocerme.

Desesperado y dudando de lo que acababa de pasar, decidí tirar la brújula al mar y correr de vuelta a la posada.

Rayos cayeron durante el camino, atraídos junto a una gran lluvia. Cada destello eléctrico me recordaba a ese extraño sueño, y esa angustiosa visión. Solo quería llegar, secarme junto al fuego y descansar.

Por desgracia para mi, no todo iba a ser tan sencillo.

Al llegar a la taberna solo busqué normalidad. Hice lo que me propuse, secarme junto al fuego y pasar el rato escuchando conversaciones ajenas mientras miraba las danzas de las llamas en aquella antigua chimenea.

Alguien se sentó a mi lado, creo que me comentó que era un músico que trataba de inspirarse para sus nuevas obras viajando por el mundo. Realmente necesité esa charla. Hablamos durante horas, siempre evitando el tema de lo que me había pasado estos últimos días.

A altas horas de la noche, decidí que era buen momento para retirarme a mi habitación, por lo que me giré para pagar al posadero las bebidas que había tomado en aquella velada y despedirme de ese agradable viajero.

Me sentí aliviado por aquella conversación, por lo que me ofrecí para que el posadero apuntara en mi cuenta las bebidas que tomó el músico. La mirada extrañada del tabernero me hizo ver la realidad una vez más. Donde aquel músico había estado hablandome de sus viajes y sus aspiraciones apenas unos minutos atrás, solo había un espejo.

Ese músico estaba ahí, no fue mi imaginación, estoy completamente seguro y lo estaba en aquel entonces, pero no tenía forma de explicar lo que estaba pasando, así que símplemente cansado y algo alterado, traté de retirarme lo antes posible para descansar.

Aquel sueño se repitió una vez más. 

Cada vez que volvía a cerrar los ojos la costa estaba más detallada. Esta vez se veía claramente el agua. Era un mar oscuro como un abismo infinito. También estaba ese olor pútrido en el ambiente. La tierra tenía un color rojizo, como si la arena fuera sangre seca, palpitante y muerta pero viva al mismo tiempo, además en el horizonte, una estrella oscura, como un dios omnipresente que observaba desde la nada más de lo que siquiera podía concebir a imaginar. Tras la estrella, un destello morado mantenía el lugar en un oscuro ocaso crepuscular perpetuo.

Dentro de la Estrella pude ver una silueta. Se trataba de aquel músico, pero a la vez, no era nadie que conociera. Se mantenía levitando, sin ningún tipo de magia que jamás hubiera visto. Dijo mi nombre, y luego repitió lo que anteriormente me había dicho en el aspecto de mi fallecido padre. “Ven a nosotros. Serás nosotros”.

Sus palabras se metieron dentro de mi cabeza haciendo que la propia concepción de las mismas fueran una fuente de dolor. Sabía que esas palabras significaban algo más, pero mi mente no era capaz de entenderlas.

A lo lejos distinguí como la tierra se retorcía en una espiral sin forma. Sabía que pronto esa espiral estaría donde yo me encontraba. Era plenamente consciente de que debía de moverme, pero mi cuerpo estaba paralizado por aquellas palabras. 

Y volví a despertar con una gran ola golpeándome la cara.

Solo que ya no estaba en la posada. Estaba una vez más, en aquella Playa sin nombre. Busqué a los Tortolianos, pero ya se habían ido. ¿O quizás aún no habían llegado?

Mi mente me daba vueltas, y mi cuerpo empapado solo buscaba cobijo y calor.

Volví a la Posada, y todo estaba, una vez más, tal y como había estado antes, aunque el posadero no pareció reconocerme, al igual que le pasó a los tortolianos.

Me volví a sentar en aquella silla junto al espejo, y noté en mi bolsillo algo. Metí temblando mi mano en el bolsillo, esperando que mis temores no fueran ciertos, pero en aquel momento mi existencia solo era una broma macabra del destino. La brújula estaba una vez más conmigo.

No sé… cuántas veces se repitió. Cuánto tiempo aguanté. Los mensajes de ese ser que se esconde tras ese caparazón humanoide…

Finalmente creo que entiendo lo que debo hacer.

Escribo estas palabras en lo que considero mis últimos momentos de lucidez desde esta Playa maldita sin nombre. O puede que toda lucidez desapareciera en mí días atrás. 

Lo único que sé, es que tengo la brújula, y esa figura que se esconde dentro de un cuerpo humano está junto a mi. Junto a mi cuerpo. Voy con ellos. Soy ellos.

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Lalatei: Cargas

-Algo morado… Y con ruedas. O bueno… patas. Da igual, que se mueva.

El sonido de dos lápices siendo usados velozmente inundaba el interior de aquella apartada casa dentro de la gran montaña que era Forjaz.

Lalatei se encontraba tirada en la cama boca abajo, con un pijama simple para estar mas cómoda, mientras dibujaba en su cuaderno, como siempre solía hacer.

Normalmente estaría dibujando cualquier cosa que se le pasara por la cabeza, pero esa noche su mente la traicionaba haciendo que dibuje algo bastante concreto.

-Patas… ¿Con largas orejas, bigotes y un cuerpo peludo?

La voz de su hermana gemela la interrogó desde la mesa, al fondo de la habitación en la que se encontraban.

Estaba de espaldas escribiendo sobre unos planos, sentada en una silla que prácticamente parecía un trono.

Giró su cabeza para mirar a Lalatei con una sonrisa bastante cómplice. A pesar de ser gemelas, no eran mellizas, por lo que sus facciones distaban ligeramente entre ambas. Además, su hermana Sairisa solía estar constántemente tiñéndose el pelo y cambiando de extravagante peinado a algún otro más extraño. Ahora tenía un tono verde recogido en un largo moño que casi parecía ser un castillo.

-¿Qué pasa…? -Respondió Lalatei ante el gesto de su hermana. -Ya sabes como va esto, no busco ningun tipo de correlación, símplemente te digo cosas aleatorias…

-No paras de describirme conejitos ¿Algo de lo que quieras hablar?

Lalatei escuchó una risita tras el respaldo de la silla.

-¿Qué estás insinuando…?

Lalatei se incorporó en la cama mirando la silla de su hermana, y esta levantó un mando para que lo viera claramente, presionando un botón.

Tras eso, el roboconejo que había estado sirviendo a Lalatei en sus primeros días en el ejército apareció corriendo esperando órdenes.

-¡Eh! ¡Eso es de Raz, no puedes hacer uso de él así como así!

La silla de Sairisa se giró sobre sí misma para poder mirar directamente a Lalatei.

-Lala, sabes que sé cuando algo te obsesiona, y esto… te obsesiona… -El conejo soltó un pequeño gritito mecánico como a modo de respuesta.

-Claro que me obsesiona ¡Es mi responsabilidad! Raz me lo confió a mi y tengo que estar a la altura.

Durante unos momentos, la habitación quedó en un total silencio. Lalatei bajó la mirada como si se hubiera dado cuenta de que hubiera dicho algo que no debía, y Sairisa se quedó mirándola directamente, esperando algo más, hasta que terminó rompiendo el hielo.

-Otra vez la responsabilidad Lala… No fue tu responsabilidad. Ni tu culpa.


Años atrás, tras el incidente de Gnomeregan, muchos gnomos quedaron atrapados en la ciudad.

Algunos salieron a las horas. Otros, a las semanas. Lalatei, sus hermanos y un pequeño grupo se escondieron en uno de los domicilios de los niveles intermedios algo apartado. La comida era escasa, temían que en cualquier momento otra oleada de gas llegara por los conductos de aire limpio a domicilio y los matara en cualquier momento, o que los seguidores de Termochufe llegaran antes.

Lalatei llegó a ver los efectos directos de la radiación en alguien del grupo quien al poco tiempo comenzó a convertirse en una aberración de pústulas, pus y locura. La imagen de aquel pobre gnomo y su lenta y dolorosa transformación le impidió dormir muchos de los días que estuvieron allí atrapados.

Por suerte para ella y su hermana, Dari, su hermano mayor, llegó a contactar con su equipo de protectores de Gnomeregan antes de que se desmoronara todo, por lo que los pocos que estaban ahí tenían experiencia militar. A pesar de ello casi ninguno se podría llamar veterano a sí mismo. Al igual que Dari, todos apenas llevaban unos años en el ejército y no habían experimentado ninguna situación tan descontrolada como podría ser aquella.

Los días pasaban y el grupo cada vez se reducía más. Un ambiente de pesimismo se integraba en el grupo.

A pesar de que Dari y los suyos se encargaban de buscar comida y mantenerlas seguras, Lalatei vio como su hermana se decaía por completo hasta que el miedo la dominó.

Sairisa comenzaba a llorar sin previo aviso, temblaba y apenas respondía a lo que le decían. Incapaz de soportar ver más a su hermana en ese estado, Lalatei supo lo que debía hacer.

-Sisi… -Le comenzó a decir. -Sé que tienes miedo… sé que crees que no vamos a salir de aquí… Pero te prometo que lo haremos… Te protegeré y saldremos sanas y salvas. Mientras sigamos juntas, no nos vamos a rendir. No vamos a dejar que nadie nos venza ¿Vale?

Sairisa símplemente se abrazó a ella a modo de respuesta, y tras unos momentos, dejó de temblar, asintiendo.

Como si fuera una reacción a esas palabras, Dari apareció con algunos del grupo que habían salido.

-Hemos encontrado una salida. Un ascensor fuera de servicio. Podremos reactivarlo sin problemas y salir a la superficie.

Lalatei sonrió a su hermana y esta le devolvió la sonrisa, algo más segura de sí gracias a sus palabras.

El grupo no tardó en movilizarse mostrando una organización excelente. Dari encabezaba la marcha, mientras que ocho se distribuían simétricamente, dejando a las hermanas en el centro.

A medida que avanzaban, repelieron a Troggs y algún que otro gnomo paria enloquecido por la radiación.

Lalatei trataba en todo momento de evitar que su hermana viera las escenas de muerte que transcurrían a su alrededor, tratando de protegerla a toda costa, pero sus esfuerzos no podían evitar que escucharan las espadas-sierras rasgando la carne de sus enemigos.

-¡Allí está! -Dijo uno de los gnomos señalando al final del largo pasillo.

Lalatei y Sairisa miraron hacia donde señalaba y comenzaron a avanzar con más determinación.

Cuando finalmente llegaron, el grupo adoptó una posición defensiva en la zona mientras uno de los gnomos comenzó a trastear con la consola de mandos del ascensor.

A pesar de tener la salida al alcance de su mano, los troggs aún suponían una amenaza. Algún que otro trogg aparecía tratando de lanzarse sobre ellos, pero aún mantenían una férrea línea defensiva.

-Gracias Lala… -Dijo Sairisa cogiéndola de las manos, aún algo nerviosa. -No sé qué me había pasado… pensé que…

Lalatei la calló negando.

-Te dije que te protegería y te sacaría de aquí. Simplemente necesitabas saber que aún en los peores momentos… siempre hay esperanza…

Sairisa abrió la boca para decir algo, pero justo en ese momento un gran chispazo de la consola hizo que un estruendo comenzara a sonar.

Habían logrado activar el ascensor, pero este estaba en algún piso superior, y haciendo que su descenso fuera horrorosamente sonoro. Cualquiera habría pensado que las propias paredes estaban gritando de agonía.

-¡Preparaos para las oleadas de verdad! -Gritó Dari mientras hacía rugir su espada sierra.

El grupo observó el largo pasillo por el que habían llegado, con unas luces parpadeantes que apenas dejaban nada a la vista, mientras escuchaban el chirrido del metal que provocaba el descenso del ascensor. Solo que… no era solo del metal…

Lalatei abrió mucho los ojos al ver la gran cantidad de troggs que habían acudido ante el ruido, y comenzó a temblar, como si hubiera olvidado sus propias palabras.

Los troggs llegaron en tropel hacia la línea defensiva y los gnomos trataron de aguantar como pudieron, pero eran demasiados. Símplemente, demasiados.

De entre todos los troggs, vio como uno más grande que el resto agarraba a uno de los gnomos protectores y lo lanzaba por los aires hacia la marea invasora, haciendo que apenas en un segundo desapareciera bajo estos.

Luego siguió avanzando mientras las filas gnomicas se rompían.

Dari sacó su artillería pesada, la cual consistía en un rifle de repetición. Probáblemente se recalentaría muy pronto, pero servía para poder mantener al equipo más o menos a salvo mientras se reorganizaban.

Lalatei escuchaba los gritos de agonía de los miembros del grupo que iban cayendo por la marea trogg, sin apartar la vista de aquel monstruo más grande que el resto. Este, a su vez, pareció percatarse de ello, ya que le devolvió la mirada y comenzó a correr diréctamente en su dirección.

Su cuerpo se paralizó completamente y lejos de poder saltar, esquivar, rodar o hacer cualquier cosa, simplemente se quedó ahí parada, temblando.

Quiso cerrar los ojos pensando que iba a morir, pero ni siquiera eso quiso obedecer su cuerpo.

Durante un instante, el corazón de la gnoma se paró, viendo como el trogg pasaba a su lado, pero para su confusión, la ignoró por completo. En su lugar fue hacia algo mucho peor.

El grito de Sairisa hizo que Lalatei volviera en sí y girara su cabeza para observar con horror como el trogg había agarrado a su hermana y la mantenía en el aire.

El cuerpo de Lalatei temblaba sin saber qué hacer o cómo reaccionar. No sabía luchar, no tenía fuerza, no tenía armas, y lo único que veía era como su hermana estaba a punto de morir frente a ella.

Lejos de poder reaccionar, observó como el trogg golpeó contra el suelo a su hermana para luego patearla.

El ascensor llegó justo en el momento en el que el trogg había arrancado una tubería y se disponía a usarla.

La moribunda gnoma apenas pudo moverse cuando recibió el garrotazo.

-¡¡Sisi!!

Lalatei gritó con todas sus fuerzas sin poder aguantar sus lágrimas, y como si fuera algún tipo de respuesta inmediata, una ráfaga de disparos cayó sobre el trogg, haciéndolo prácticamente añicos.

Dari agarró la mano de Lalatei y tiró de esta hacia el ascensor, mientras ordenaba a dos de los gnomos que aún seguían vivos que cargaran a la moribunda Sairisa.

Mientras finalmente ascendían, Lalatei se quedó mirando a su hermana, la cual cláramente estaba al borde de la muerte.

Una imagen que difícilmente olvidaría.


Sairisa miró a su hermana y su silla comenzó a mover sus patas para acercarse.

-Lala… sabes que no fue tu culpa. Ni de Dari, ni de nadie.

Lalatei bajó la mirada entrelazándose los dedos de las manos.

-Pero… tú… yo te dije…

Sairisa suspiró y negó.

-Ya lo hemos hablado muchas veces Lala. No fue tu responsabilidad. No tienes que castigarte, y sobretodo ¡No tienes que dedicarme tu vida en compensación!

-No te dedico mi vida… -Replicó Lalatei tímidamente.

-¿Ah no? ¿Y cuándo fue la última vez que saliste a divertirte por ahí, sin que yo te lo haya ordenado explícitamente? ¿Cuándo quedaste con alguien? ¿Cuántas veces te han ofrecido ir a algún sitio con alguien y lo has rechazado porque “tenías que cuidar de tu indefensa hermana”? Por favor, la que no puede usar las piernas soy yo ¡No tú!

-Yo… bueno… ¿cómo sabes…?

Sairisa se pasó la mano por la cara mientras negaba, solo para responderle con un enérgico grito mientras comenzaba a moverse por toda la habitación casi dando saltos usando su silla.

-¡Porque eres un libro abierto para mi! Mírame, puedo andar, puedo saltar ¡Puedo bailar! -Eso último lo dijo mientras rotaba su silla mientras caminaba rápidamente. -Mejor que tú, además…

Lalatei no pudo evitar sonreír un poco al ver a su hermana así y asintió levemente.

-Supongo… que tienes razón…

-¡Claro que tengo razón! Siempre la tengo -Bromeó volviendo a su posición inicial delante de la mesa.

-Trataré de aprender a… bueno… ¿Hablar con la gente?

Su hermana soltó una risita alegre.

-Es un comienzo. Ah, ¡y te prohibo usarme de excusa para esfumarte!

Lalatei asintió volviendo a coger su cuaderno.

-Vale, muy bien… eh… ¿Seguimos…?

-Después de tí -Asintió cogiendo un lápiz de nuevo.

-Mmh…Con alas de plomo.

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Idril: El susurro del ocaso

Por unanimidad de la encuesta que realicé en twitter, os daré un poco de la historia de Idril, aunque no se remonta tanto en el tiempo, salvo en el momento de la caída de Quel’thalas. Sin embargo, pretendo escribir más adelante lo que sucedió con ella e intercalar recuerdos que os ayuden a comprender el personaje.

Hace 13 años

—¡Eothan! —gritó Idril desgarrando su garganta, viendo a lo lejos cómo el templo de An’daroth caía, apagándose la luz arcana que proyectaba hacia el escudo. El enemigo rompió el hechizo de invisibilidad del templo que se podía ver desde las colinas de Corona del Sol. El Ban’dinoriel —el escudo mágico que envolvía el reino élfico— se estaba debilitando. Idril presentía que su hermano estaba en peligro. Los no-muertos invadían todo el bosque de Canción Eterna y la aldea, estaba perdida. Debían huir, pero la joven elfa, destrozada por el dolor, la impulsaba a ir hacia An’daroth para ayudar a Eothan. Un fuerte brazo la cercó y la atrajo apresándola para que no escape hacia su perdición. La elfa forcejeaba sin apartar los ojos del templo.

—¡Idril, es inútil! ¡tenemos que ir a la ciudad! —apresuró a decir su padre, mientras trataba de tranquilizarla abrazándola. Viendo la misma imagen que su hija contemplaba con profundo dolor, el tiempo apremiaba. No podía permitir que su pequeña hija, su única hija, tuviera el mismo destino. Con premura alcanzaron a Dalia, su esposa, para huir de la calamidad.

El templo de An’telas cayó pocos minutos más tarde, estaban rodeados. Los Errantes y parte de la guardia trataban de poner a tantos civiles como podían a salvo, interceptando a cualquier no-muerto que intentase alcanzarlos, pero eran demasiados.

—¡Corred! ¡Todo mago dispuesto, ayudad! ¡Mientras el Ban’dinoriel resista, su magia oscura no podrán usarla! —Bramó el Capitán.

«¡Shindu fallah na!»  (¡Ya están aquí!) . Almandur, al escuchar la petición del Capitán, estando junto a su hija y esposa, se detuvo y las miró.

—Poneos a salvo —las dijo.

Idril, viendo las intenciones que tenía su padre, se alarmó y le abrazó muy fuerte. Había visto como caían algunos soldados mientras corría la familia Susurra Alba. Su padre no podía teletransportarlos a la ciudad, precisaba concentración y para eso, era cuestión de estar en un lugar seguro para pasar desapercibidos e invocar el hechizo hasta la ciudad. Sin embargo, viendo que necesitaban más fuerzas para contener la plaga y reducirla, al menos, para que les diera tiempo a llegar a Lunargenta todos cuanto podían, Almandur* decidió quedarse.

—¡NO! No por favor… Ann’da, no te vayas… —suplicó entre lágrimas.

Almandur cogió de los brazos de su hija y trató de separarla de él. Forcejeó un poco, ya que Idril apretaba el abrazo, pero cedió para mirarle a los ojos. Su padre limpió sus lágrimas.

—Iré en cuanto pueda, lo prometo. Ve con tu madre. —tras decir eso, la dio un beso en la frente y a su esposa, una caricia en la mejilla— No miréis atrás. Id a la ciudad.

Dalia asintió conteniendo las emociones por su hija, mientras la abrazaba, ya que también temía por la suerte de su esposo. Corrieron, dejando a Almandur atrás. Debían ponerse a salvo, poner a salvo a su hija. Aceleraron tan rápido como las piernas le permitían, casi arrastrando a Idril.

—No te separes de mí, hija. —su voz se quebraba mientras aferraba su mano.

Se oían gritos de terror. Civiles buscando refugio en la ciudad. La plaga ganaba terreno y a pesar de que los rompehechizos y los mago les intentaban hacer un muro de contención, junto al resto de Los Errantes, caían bajo la espada de los campeones de Arthas.

—¡Dalía! ¡Aquí! —una voz conocida la llamaba. La elfa miró por todas partes hasta encontrar a su vecino. —¡Pronto! ¡Os trasladaré a Lunargenta!

—¡Oh, Gracias!

El Magister, los trajo en un refugio donde había más civiles asustados. Debía ser rápido para trasladar a todos. Se concentró lo suficiente mientras trazaba unas runas en el aire. Idril pudo sentir como algo tiraba desde su interior y de repente desaparecieron del campo de batalla, dejando apenas unas partículas arcanas en el aire hasta desvanecerse cada una.

Aparecieron en el Intercambio Real, donde cientos se mantenían a salvo… por el momento. Mientras Lunargenta se mantuviera en pie; pero la protección mágica que gozaba la ciudad le quedaba pocos minutos y la plaga se amontonaba en las puertas de la ciudad desesperados por destruir todo cuanto estuviese a su paso.

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Quel’danas

El cuerpo del Rey Anasterian cayó desplomado al suelo bajo la Agonía de Escarcha empuñada por Arthas. Felo’melorn, la espada del Rey, fue quebrada. Durante unos segundos, a los pies de la Fuente del Sol, todos los elfos que protegían con sus vidas las estancias sagradas, quedaron paralizados y sus esperanzas iban muriendo junto a su monarca. De pronto, un grito plagado de angustia rasgó el aire, un grito de la banshee Sylvanas después de haber presenciado la muerte de su monarca a manos del príncipe caído que la convirtió en lo que es ahora. No la arrebató la consciencia, quiso que presenciara cómo masacraba a su pueblo sin que ella pudiera hacer nada.  Arthas, miró satisfecho por última vez el cadáver del Rey muerto y fijó su atención en la Fuente del Sol.

La consternación de los elfos nobles era visible. Toda esperanza se desvaneció. Algunos les atenazó el pánico. La fuente del Sol estaba perdida, pero al menos, tratarían de salvar los héroes que quedaban a su pueblo. No. No podían permitir que su pueblo se extinguiera, así que, mientras morían por luchar hasta su último aliento, los pocos Magister que quedaban iban trasladando a grupos de supervivientes, incluso algunos que querían quedarse en contra de su voluntad por amor, por cariño. Hijos. Hermanos. Tantos como los héroes les permitiera. Iban cayendo muy rápido.

Almandur miró a su mujer e hija. Especialmente a ella.  Dalía vio lo que en esos momentos su esposo estaba pensando, fue entonces cuando se cruzaron las miradas y leyó lo que pretendía hacer. Asintió. Debían poner a salvo a Idril, luchar hasta el último aliento por retener a los no-muertos tanto como les sea posible junto al resto. Ahora debían ganar tiempo y que escape todo el que pueda.

Buscaron al Magister Solarcano, quien trasladó a Dalía e Idril hacia el Intercambio Real, donde parecía que otros magos que dominaban la traslación reunían pequeños grupos para llevarlos a salvo.

—¡Almandur! —Solarcano consiguió avistarlos, dispuesto a trasladar a toda la familia Susurra Alba.—No hay tiempo.

—No, amigo mío. Nos quedamos. Los retendremos tanto como podamos. No son muchos para contenerlos. Por favor, salvad a los que podáis. —miró a Idril y se la entregó al Magister.- Llévate a nuestra hija, por favor.

Idril se compungió en lágrimas negando, abrazando a su padre con fuerza.

—No, Ann’da, no… por favor… quiero quedarme.

Almandur separó esos brazos que tan fuerte le apretaban, viendo a su hija. Posó las manos en sus mejillas y enjugó sus lágrimas.

—Ve con ellos. Debes vivir y … seguir con tus estudios. —su voz se quebraba de saber que sería la última vez que vería a su hija. Se quitó el medallón del cuello, el símbolo Susurra Alba y se lo entregó a su hija. —Haz que estemos orgullosos de ti, Idril. —dijo al colgárselo al cuello.

Miró a Solarcano, pues conocía a su hija y en ese estado, sabía que volvería a abrazarlo y no podría soportar la despedida por más tiempo. Antes de que su hija reaccionase, la mano del mago tocó el hombro de Idril y en el proceso de la traslación se oyó un grito desgarrador. «¡¡ANN’DA!!».

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[Evento] Academia de las Artes Arcanas

El preludio de un nuevo hogar

DALARAN

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La elfa aguardaba al consejo escolar de la Academia de las Artes Arcanas. Esta era la segunda vez que solicitaba formar parte del profesorado. La primera vez se lo denegaron. Ni siquiera había tenido una reunión previa para poder conocer los motivos, pero podía imaginarse el porqué. Ser una Ren’dorei no era fácil, en especial para aquellas personas que guardaban culto a la Luz y tenían recelos —de sobra entendibles— con el vacío, pero lo que más le preocupaba, es la confianza en que puedan depositar en ella. Presea mantenía a raya los susurros y lo lograba aferrándose a lo que sí sabía, a lo que sí conocía. Tenía una seguridad en sí misma. Creía firmemente que su enseñanza a las nuevas mentes del mañana sería de gran utilidad. Ella fue profesora en la Academia Falthrien tiempo atrás y tenía pupilos a su cargo que, a día de hoy, eran magos a cargo del Gran Magister.

Añoraba volver a esos tiempos. No le importaba haber perdido su cargo como Magistrix. Pertenecía a la Asamblea de Lunargenta en aquella época, sí… aquella época dorada de los Quel’dorei, antes de que la plaga destruyera los cimientos de su pueblo.  Su labor era, no sólo la enseñanza, también hacer cumplir la ley mágica y proteger Quel’thalas junto a otros Magi para que, si en algún momento cayeran las defensas de su pueblo, esta ayudase a apoyar a levantar la barrera mágica.

El Consejo de los siete eran quienes se ocupaban de proteger la Fuente del Sol, tenían otras labores junto al Rey; Quel’thalas estaba muy bien distribuida y la paz reinaba en cada rincón del reino Quel’dorei.

Tiempo atrás, en cierta ocasión, de vez en cuando visitaba la ciudad de Dalaran junto a otros Magi para ver como los magos de la ciudad habían prosperado. De los errores que cometieron tiempo atrás, habían aprendido. Comprendieron que la magia no podía abusarse de ella y debían mantener un control, pero eso sólo lo lograron a través de los siglos. Los Guardianes de Tirisfal hicieron un excelente trabajo, tanto como concienciar a los antiguos gobernantes de la ciudad a ser cuidadosos.

La última vez que vio aquella ciudad, antes de la caída, fue para visitar a una vieja amistad ¿qué podría haber sido de ella? Llegó a pensar que, a estas alturas, sea la plaga o cualquier peligro que hayan vivido en Azeroth… no haya sobrevivido. La elfa dio un suspiro hondo, cerrando los ojos, el último recuerdo será el que conservaría a partir de ahora y que haya podido descansar en paz.

Un Quel’dorei había salido de la sala de juntas donde deliberaban qué hacer con la Ren’dorei. Presea enseguida se levantó de la silla, mostrando respeto con las manos cogidas en el regazo. Estaba nerviosa, pero trataba de mantener templanza. Este Quel’dorei era distinto, no pertenecía a la anterior junta con la que le denegaron su solicitud de ingreso la primera vez. Le era… muy familiar, demasiado familiar… sin embargo él no la reconocía.

—Señorita Arcosombrío, es un placer conocerla. Me llamo Anûr Susurra Alba, es un placer. —puso la mano en el pecho e hizo una leve reverencia con la cabeza— He tenido que salir a verla personalmente porque su expediente que indicaba en la solicitud me era tremendamente familiar. Quería asegurarme… que no fuese un error.

Presea apenas parpadeaba, se acercó un paso al elfo, mirándole el rostro, no cabía la menor duda, era él.

—¿Anûr? —quiso asegurarse. Los años para el elfo no habían cambiado, seguía siendo el Quel’dorei pelirrojo perteneciente al Kirin tor, aunque antes era un miembro, al parecer, habían reconocido sus labores en la ciudad y en la enseñanza, ahora pertenecía a la junta selectiva.

El elfo tuvo que mirar su rostro muy detenidamente. Había cambiado tanto aquella elfa de cabellos rubios tan hermosa como la veía a tener un aspecto siniestro y sombrío.

—Por la Fuente del Sol, Presea… no puede ser… que seas tú. —alzó una mano para tocar su mejilla, algo receloso, pero al tocarla no sintió nada peligroso. Acarició su pómulo. A pesar de su rostro cambiado, atisbó la dulzura que siempre había en su rostro cada vez que se veían por el gran cariño que habían tenido desde críos. — Oh, ven aquí… —susurró, abrazándola con fuerza. La elfa se emocionó. Todo lo que hubiera pensado del destino de Anûr no era cierto, estaba vivo, y bajo la protección de la ciudad. Con eso a ella le bastaba.

—Anûr. Gracias al Sol Eterno que estás vivo.

Al apartarse de ese emotivo abrazo la miró una vez más, tomando el rostro de la Ren’dorei.

—¿Qué has hecho? ¿por qué tomaste este sendero? —la preguntó sin entenderla, como si no reconociera su decisión.

—Sé que no entenderás por qué creí en Umbric. Anûr… quería asegurarme de poder doblegar ese poder. Puede que eso nos llevó a lo que soy ahora, pero sigo siendo la misma, te lo juro. —le suplicó con la mirada que la creyera. — Por favor, quiero este trabajo. Lo necesito… necesito volver a enseñar.

—¿Por qué, Presea? ¿por qué? —tal pregunta, encerraba más el deseo de la elfa que su decisión por lo que era ahora y que no podía remediarse.

—Porque quiero sentir Ventormenta nuestro nuevo hogar. —respondió agachando la mirada— sentir que… pertenezco ahora a la ciudad de los humanos. Veo a muchos humanos que han aprendido de forma irresponsable las artes arcanas, que han sido dañados por manipular poderes que no entienden. No puedo permitir eso. —volvió a mirarle convencida de sus palabras. — Tienen que saber, tienen que aprender. El consejo no puede apartar los ojos.

—Y no lo hacemos. Puede haber otros profesores quienes se ocupen de esa labor…

—¿Y por qué yo no podría, Anûr? —se contrarió a la respuesta de su amigo ¿todavía es amigo? O ha cambiado a raíz de saber que ella tiene esta nueva condición. — ¿Por qué?

El elfo alzó las manos pidiendo calma.

—No he dicho que no puedas ejercer de profesora. Has sido brillante en la Academia Falthrien, pero queremos asegurarnos de varias cosas antes de tomar una decisión equivocada. Comprende que no ha sido nada fácil para nosotros. Ahora sé quién eres y tengo más dudas con respecto a mi voto.

—¿Votaste que no? —preguntó con el ceño un poco fruncido, aunque hubiese deseado expresar ¿fácilmente? su contrariedad, tenía que controlarlo. Los susurros no paraban de decir cosas para alimentar su ego y destrozar al Quel’dorei que estaba de pie frente a ella, queriendo salir de ese momento tan delicado.

—Ya te dije que tengo dudas con respecto a mi voto, Presea. Por favor… entiéndeme. Para mí el alumnado es importante, en especial su protección.

—Anûr ¿de verdad piensas que voy a dañar a los alumnos? —preguntó con toda la templanza que le fue posible. No debía dejarse llevar por la cólera, ignoraba esos susurros una vez más. No. No permitirá que el vacío estropee lo que tanto desea. — Te prometo… que nada les ocurrirá. Lo que hice en el pasado, fue investigar el vacío por mi cuenta y riesgo. Jamás incité a los pupilos a mi cargo de que indagaran en el vacío. Conocía los riesgos, lo he visto.

Eso le sorprendió al elfo, pues esa parte la desconocía. Confiaba en que ella le estaba diciendo la verdad. Volvía a ver a aquella Presea que conoció tiempo atrás. Si hay algo que sabía de ella era lo extremadamente protectora y responsable que había ejercido siempre como instructora y como Magistrix.

Estuvieron al menos medio minuto mirándose a los ojos. El Quel’dorei meditaba en cada palabra, en lo que ella le transmitía en todo momento: seguridad. Finalmente dio un leve asentir acompañado de una afectuosa sonrisa.

—Una pregunta más… —levantó el dedo, con una terrible incertidumbre divertida en su rostro— ¿por qué “Arcosombrío”?

La elfa se encogió de hombros y sonrió tímidamente. Esa parte podía contársela a él y sólo a él.

—Mi esposo era un Errante. Era diestro con su arco, el mejor del reino. Un pequeño homenaje a él, supongo.

Anûr sonrió a su respuesta.

—Bien, señorita “Arcosombrío” —dijo solemnemente— Mi voto será sí y concuerda con la mayoría del consejo. La decisión estaba reñida, pero ya no. Debes jurarme por lo más sagrado que nunca enseñarás artes del Vacío a los estudiantes. —la miró en advertencia con el índice alzado.

—Te juro por nuestra amistad, por nuestro pueblo. Por todo cuanto amamos, que jamás enseñaré en la escuela las artes del vacío a estudiantes de magia arcana. Pero no puedo decirte que jamás enseñaré dichas artes fuera de la escuela. Habrá estudiantes de las sombras que querrán saber, pero no lo haré en el recinto escolar.

Por un momento la miró a los ojos y asintió conforme a sus palabras.

—De acuerdo. Es justo lo que queremos, Presea. Lo arreglaré todo para que pronto puedas abrir una de las alas de la torre de los magos de Ventormenta y la acomodes a tu gusto para empezar cuando estés lista. Sin embargo… sabes cómo funciona esto. Tenemos que supervisar todas tus clases, queremos asegurarnos de que haces lo que tienes que hacer.

La elfa asintió conforme.

—Lo supuse. No tengo nada que ocultar. Seréis bienvenidos en mi aula.

Anûr sonrió en ese “mí” que significaba tanto para ella. Estaba seguro, que construiría su universo en la propia escuela y que, —tal vez el tiempo o la razón— serán quienes descifren el destino que ha emprendido la futura profesora de las Artes Arcanas.

***

Anillo Kirin Tor

—… Y así, bajo el amparo del Consejo de los Seis, Presea Arcosombrío, serás miembro-iniciado del Kirin Tor, como muestra de ingreso en la Academia de las Artes Arcanas. —Anûr, después de anunciar frente la junta selectiva, colocó el anillo, —el sello del ojo— en el dedo índice de la Ren’dorei. Este ocultó una sonrisa que albergaba un pensamiento fugaz a cambio de una mirada de orgullo y esperanza.

Presea le sonrió conteniendo la emoción, a pesar de que sus ojos estaban húmedos, a punto de traicionarla. Debía decir unas palabras, un voto, un juramento ante la junta académica.

—Por mi honor, juro obedecer las normas de la escuela. Contribuiré a la enseñanza como otros profesores lo han demostrado. —Esas últimas palabras realmente no las sentía y el vacío alimentaba ese pensamiento que la distrajo por un instante: «Sí, todos los profesores que han resultado ser unos inútiles» «Demuestra a toda esa junta de viejos charlatanes que puedes ser mejor de lo que hasta ahora han tenido.» Alzó una ceja, serena, sin mostrar un ápice de desprecio por aquellos que, llamándose ‘maestros’, han hecho flaco favor a varios humanos que ha conocido.

***

Juego de manos

Una vez terminada la ceremonia protocolaria, Anûr quiso invitar a Presea en la taberna Juego de Manos —la más elegante y fina de la ciudad— para celebrar su ingreso con una buena taza de té y unas pastas exquisitas conjuradas. Una suave melodía de un arpa que rasgaba cada cuerda con un encantamiento, levitaba en un rincón estratégico donde la acústica sea la adecuada.

 Presea sonrió al Quel’dorei que cada vez estaba más convencido que era ella. Sus gestos, su carácter, su firmeza, todo cuanto él recordaba estaba bajo ese extraño aspecto donde el vacío dejó sus siniestros encantos en la elfa. La taberna gozaba de sus típicos parroquianos a esa hora tan puntual para tomar un refrigerio, o visitantes que estaban de paso por la ciudad flotante.

—De todos los ingresos que hemos hecho hasta la fecha, esta, particularmente, me honra haber tenido el privilegio de dirigirla. —dijo, mientras veía acercarse la camarera, una semielfa de cabellos celestes a la par que sus ojos, con una bandeja, dejando el pedido sobre la mesa.

Agradecieron ambos, mientras continuaban la charla y esta volvía a atender otros pedidos de otras mesas.

—Debo decir que el privilegio es mío. —contestó Presea. — Que hayas sido tú quien lo ha dirigido y quien ha hecho que la balanza esté a favor, es un alivio y un sueño hecho realidad.

Casi a dúo se sirvieron los terrones de azúcar en la taza y removieron con una cucharilla en el sentido del reloj. Una melodía monótona y familiar el repiqueo suave de la cucharilla en la porcelana de la taza, los dos típicos golpecitos en el borde de la taza para escurrirla y seguidamente, descansarla en el plato. Ambos recogieron el asa y antes de dar el primer sorbo, Anûr quiso detenerla.

—Deberíamos brindar.

—¡Anûr! —exclamó, riendo la elfa— con una taza de té suena muy raro.

—Pues es lo que tenemos a mano, —respondió, divertido— y no seas tan quisquillosa, también podemos hacerlo con una taza de té.

—En ese caso ¿qué sugieres brindar? Pareces estar muy inspirado.

—Y lo estoy. —sentenció, dándose un manotazo sobre su propia rodilla. — Estoy muy satisfecho y feliz, es una sensación que pocas veces he experimento y … volver a saber de ti, Oh… ya es una recompensa asegurada.

Presea sonrió dulcemente, con cierto rubor en las mejillas.

—Adulador.

—Es posible. —otorgó, acompañado de un guiño de ojo, en confianza. Seguidamente, levantó la taza y dijo solemnemente: —Por la amistad y por la Academia de las Artes Arcanas que, sin lugar a dudas, tienen a la mejor maestra que hayan podido tener en mucho tiempo.

—Espero estar a la altura. —respondió con una sonrisa, mientras chocaba suave la porcelana de su taza. Bajo esa capa de dulzura, el vacío volvía a hurgar en su ego: «Oh, claro que lo estarás. Eres la mejor de lo que han tenido jamás, puedes estar segura. ¿Cuál es el siguiente paso? ¿aspirar a ser la Directora de la Academia? Puedes serlo, Presea. Puedes aspirar a eso y más. A gobernar la Academia como más te plazca ¡hazlo! ¡libera tus verdaderos deseos, sabes que lo quieres!»

En ese instante, cerró los ojos y frunció mucho el ceño para acallar esas malditas voces de su cabeza. Debía aferrarse nuevamente a la verdad, a lo que ella quería realmente, su verdadera vocación: Enseñar. Independientemente de sus deseos más oscuros, sabía lo que eso ocuparía, debía recordar qué supondría ser ambiciosa. No lo deseaba realmente, no deseaba tanta responsabilidad. Había dado un juramento, no iba a enseñar a ningún alumno los senderos más oscuros de el vacío y no deseaba defraudar a Anûr, cosa que le estaba mirando con visible preocupación.

—¿Te encuentras bien?

—¡Sí, no te preocupes! —respondió enseguida, tocándose la sien— el té me hará mucho bien. De los nervios que pasé, tengo un poco de dolor de cabeza. —mintió. No quería que notase nada que pudiera hacerle dudar de su decisión. Los Ren’dorei deben luchar constantemente contra sus propios demonios, los susurros constantes que no paraban de atormentarles. Debía ir con cuidado.

—¿Necesitas descansar? —inquirió, al verla un poco extraña.

—Sí, lo necesito. Terminemos el té y regresaré cuanto antes a Ventormenta. —respondió, apurada.

—Está bien… —dijo Anûr, lamentándolo— … hubiera querido que te quedases más tiempo, pero supongo que ha habido demasiadas emociones juntas.

Presea terminó el té a varios tragos y cuidando de no quemarse. Pronto se puso de pie cuando apenas había finalizado el té, recogiendo su bastón. Anûr se puso al mismo momento que ella de pie. La elfa sonrió y preguntó:

—¿Volveremos a vernos?

—Tan pronto como pueda. —le aseguró, mirándola a los ojos con una leve sonrisa.

Tras unas miradas de resignada despedida, se abrazaron. Y sin soltarla todavía, Arûn murmuró:

—Te deseo toda la suerte del mundo, Presea.

—Gracias por todo, Arûn.

Cuando se separaron, este negó con la cabeza, con una mirada afectuosa y apesadumbrada. La idea de que se vean en unos meses después de este encuentro, toda esa distancia, en el tiempo, no le seducía.

—Te mereces esta oportunidad.

La elfa besó su mejilla y tras despedirse, dejó marchar a la Ren’dorei. Anûr la siguió con la mirada. Estaba intrigado por el futuro de Presea y qué le conduciría su vocación y preocupado por las futuras diferencias que seguramente tendrá por el protocolo de enseñanza mágica impartida por el Kirin Tor.

Recepción de Gala

El Miércoles 17 de Julio a las 22.30h habrá una recepción por la apertura de la Academia de las Escuelas Arcanas.

Es imprescindible ir de etiqueta

Las inscripciones se realizarán en dicho evento donde la profesora Arcosombrío dará instrucciones de cómo inscribirse para poder asistir como alumno a las próximas clases que se realizarán el Miércoles 24 de Julio a las 22.30h con el siguiente simposio que se dará como comienzo en la primera clase:

Todos los alumnos deben asistir con la túnica reglamentaria.

Presea_Kirin_24_Julio

OFF ROL: La túnica de mago nivel 1 de cualquier raza, pero debe ser la de mago. De asistir con vuestros personajes avanzados, podéis crearos un personaje nivel 1 y enviar la túnica a quienes deseéis desarrollar vuestro personaje.

Las clases se realizarán en LA TORRE AZORA situada en el Bosque de Elwynn.

Azora

Daremos el directo en El Rincón de Idril donde estaréis todos invitados a verlo desde ahí. Es interesante que lo hagáis, dado que posiblemente, se ponga música ambiental para ayudaros a sumergiros en la trama del evento.

El Rincón de Idril

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3º Parte: Memorias de Eolion

Unos apresurados pies subían por las escaleras de madera desde el vestíbulo de la posada hacia las habitaciones. Eolion estaba sonriendo como no lo hacía en varias semanas. Sujetaba entre sus manos unos presentes que le regaló su mejor amigo y del cual no esperaba su llegada. Abrió abrupta la puerta de su habitación y volvió a encerrarse mientras reía bajito entre la dicha y el entusiasmo, con ganas de volver a sentarse en la silla, coger el diario del cajón y volver a redactar sus memorias:

«Hoy mi corazón se llena de dicha. Raynard ha regresado después de semanas fuera de Linde. Un rayo de luz alumbra mi vida. Me he sentido tan perdida sin él que ahora parece que todo tiene color. Volvió cargado de regalos, ¡al fin puedo proteger este diario! Me ha regalado un tomo-arcón para esconder cualquier cosa que necesite sin pensar que algo así podría darme garantías de que mi secreto esté bien guardado. Tal tomo, simulando la de un libro antiguo con mosaicos y runas en la tapadera, sólo se abriría si embuía mi magia en él. Las runas reflejarían mi poder arcano bajo mi esencia y solo yo podría abrirlo. Debo continuar. Mis deseos de abandonar se acrecientan cada vez más, ¿o tal vez es por que Raynard está aquí? No lo sé… siento una esperanza que hacía tiempo no sentí. Una seguridad que arde en mi cada vez más:

No quisiera omitir la razón de por qué tienes una petaca de plata en tu baúl o en la maleta que tal vez lleves contigo. Tiene un importante significado. Se trata de la petaca de Edward.

Me enteré más tarde que pronto iban a celebrar el Año Nuevo Lunar del Carnero que el Ministro Wi celebraba en su mansión. Necesitaban personal, y a mi me venía perfecto las horas extras. El dinero me serviría para ahorrar para otro vestido que encuentre de ocasión. Agradé a la señorita Desfire en la entrevista, organizadora del cátering y quien se ocupaba del personal. Días después llegó ese día donde toda la nobleza iban a asistir a ese evento. Todo pareció ir bien, la aristocracia se reunió mientras charlaban de temas aburridos, servía la bandeja con las bebidas, o los canapés. Casi en mitad de la velada, el Ministro Wi apareció bajando por las reales escaleras tapizadas con una alfombra roja, donde dio un discurso a favor del reino y de Tyria. Pensé que sería un discurso aburrido, sin embargo, estaba cargado de un mensaje de unión contra los dragones que habían despertado. Al finalizar su discurso, la oleada de murmullos volvió a ambientar la sala de recepción y los músicos volvieron a tocar una suave melodía para acompañar. Pero algo inesperado ocurrió ese día, donde la velada terminó en desgracia. Se había cometido un secuestro y se desconocía quien lo orquestó. Lo que sí se supo, es que eran invitados que habían asistido al evento, con otros nombres y con otro aspecto.

En principio, a pesar del suceso, no me interesaba demasiado. Creí que lo mejor era dejarlo en manos de los Serafines y que ellos se ocupasen del caso. Ese día, era el último día que pasaría con mi mejor amigo Raynard, pues él se iría al Priorato hacia las tierras de los Norns, y aunque en el fondo de mi corazón, hubiera ido con él y aprender magia por los mejores maestros Hipnotizadores, debía quedarme. Mi juramento con la orden me ataba al Susurro de la Doncella… hasta donde sea capaz. Para ayudarme en mis intentos de convertirme en Presea y cumplir con mis objetivos en un futuro, me regaló tres perfumes caros.
Al día siguiente, un joven llamado Erill que era un reportero del Daily Quaggan, quería sobornarme para poderle decir si sabía algo del secuestro. Obviamente, no sabía nada y me extrañaba que me preguntase justamente a mí. Sin embargo, confiaba que al estar en el Susurro de la Doncella, podía saber más de lo que aparentaba. Erill me hizo pensar sobre el caso, me interesó. Los ineptos de los Serafines no parecían resolverlo por que quienes lo hicieron, eran profesionales, apenas dejaron pistas. Sabía en ese instante quién podría ayudar a resolver el caso, quien podía indagar mejor, era Edward. Pensé que si le diese un objetivo, el dejaría de ir de taberna en taberna bañándose en whisky, aunque lo cierto es… que nunca le he visto borracho… o eso creo. Quería verle en acción, quería saber si sus proezas que tanto me contaron sobre él eran verdad.

Tenía que ensayar qué iba a decirle. Hablar con Edward me ponía nerviosa, temía que me descubriese pasase lo que pasase. Aprendí mi papel como Presea, la mujer enmascarada con ese vestido que compré en las subastas. Parecía una auténtica hipnotizadora adinerada enseñando mis curvas y perfumada con esos aromas embriagadores que Raynard me regaló. No debía sentir vergüenza, cualquier distracción era prioritaria para que no supiera quien era. Debía pensar muy bien el plan y de hecho lo tenía todo atado. Cualquier pregunta que me dijese, debía ser respondida con prontitud y sin titubear. La recompensa, sería lo que Erill me ofreciese, y esperaba una suma exquisita por darle la mejor exclusiva del secuestro con todo lujo de detalles para el periódico. Sabía donde encontrarle, me informaron que Edward frecuentaba la taberna más maleante de Linde «El comienzo del fin», un nombre apropiado.
Fuí a verle, y aunque logré engañarle y no supo quien era, insistía conocer quién me contrató. Lo que le dije era sencillo de entender: Me había contratado un noble cercano al Ministro Wi. Quería total discreción para que se resuelva el caso. Le expliqué la situación actual de la investigación de los Serafines, incluso me identifiqué como miembro de la Orden de los Susurros diciéndole discretamente el santo y seña. Me sacó de ese tugurio para poder hablar en privado en un callejón. Volvió a insistirme quién me contrató. No quería el dinero, quería información, no confiaba en mí ni en mis palabras. Y aunque quise ser sutil, segura, persuasiva y tenaz, se negó a ayudarme. Mi error fue cogerle el brazo para detenerle. Me acorraló contra la pared, aún recuerdo lo que me dijo cuando presionó su cuerpo contra el mío, lastimándome: «¿querías verme en acción? Bien… la tendrás». Me dio un puñetazo en el estómago, y mientras estaba encogida, quise quitarle la capucha, de hecho lo había conseguido, pero él fue más rapido, me aturdió dándome un cabezazo, mi cráneo rebotó contra la pared, me hizo una brecha. Mientras estaba aturdida, me estranguló. No podía respirar.»

Eolion paró de escribir y se tocó el cuello. Aún recuerda cómo se sintió, como el pánico la cegó. Dio un suspiro y continuó escribiendo:

«Me tiró al suelo. Yo me encontraba boca abajo, tratando de levantarme, pero me quedé a gatas, procurando llenar de aire mis pulmones y sujetarme el estómago lastimado. Me dio la vuelta con la punta del pie y sacó una de sus dagas enfundadas. Todo pasó en décimas de segundo cuando reaccioné al ver que estaba apunto de matarme. Primero intenté desenvainar la espada que tenía, pero me cogió la muñeca con tanta fuerza que me obligó a soltarla. Después, no sé cómo, tal vez por el pánico, por instinto de supervivencia, conseguí reducirle dándole una patada en sus partes. Mientras él caía de rodillas agonizando, gateé hacia atrás, sentí la mano de Edward que quería alcanzar mi tobillo, pero conseguí zafarme y huí de ahí tan rápido como mis piernas supieran correr. La adrenalina recorría mi cuerpo, las piernas me ardían. Veloz y sin rumbo, recorrí las calles de Linde hasta ir a un rincón donde podía estar segura en el Pabellón de la Corona. Me senté en el suelo. Sólo pensaba en que Edward podría haber sido capaz de matarme. Fracasé en mi «maravilloso» plan… y mientras luchaba por respirar en ese ataque de ansiedad, el dique que atenazaba mi garganta se liberó y las lágrimas rodaban raudas por mis mejillas. La boca del estómago me dolía tanto que vomité. Dioses… nunca había tenido tanto miedo. Toda esa seguridad ficticia que me creé como Presea comprendí que no era más que una mentira, y fuí tan estúpida, que antes de que pasara todo esto, me la creí.

Cuando sentí que podía estar algo más calmada, horrible con esas ropas que no pegaban conmigo, volví a la posada. Me dolía el cuerpo y las piernas me flaqueaban. Me di un baño. Tenía la máscara que me cubrió la cabeza manchada de sangre por la parte de atrás. Sané mi cabeza como pude, ya no sangraba. Tomé un brebaje para el dolor de cuerpo y me metí en la cama, lloré un poco más e intenté que ese brebaje asqueroso haga su efecto y me ayude a dormir.

Al día siguiente, me miré al espejo y me horroricé viendo mi cara demacrada con ojeras: Tenía un poco de chichón en la frente algo amoratado. En mi cuello se veían las marcas de los dedos de Edward y en mi muñeca. No podía tocarme la cabeza, también tenía un chichón en ella y bastante lastimado. Procuré llevar un pañuelo en el cuello y un jersey de manga larga. No sabía como tapar la frente, o disimularlo, así que, si Bob preguntase, tenía preparada la excusa de que me había caído y me di contra la pared de la forma más patosa y ridícula. Cuando llegó el momento de contárselo a Bob, tan solo me asintió y aceptó esa mala versión, pero no se lo creyó; más bien, se preocupó. No se me daba bien esta vez mentirle, pero no insistió. Cumplí con mi obligación, pero no lo hacía con la energía que solía hacerlo siempre.

Mientras fregaba el suelo a espalda de la entrada de la posada, Edward apareció esa mañana para solicitar una audiencia con el Maestro Iron con la intención de hablar sobre lo sucedido de aquella noche y saber quién era esa ‘agente’. Sentí la sangre recorrer por mis venas, me sobresaltaron las alarmas y me escondí de él. Si me viese magullada, enseguida sabría que yo era la mujer enmascarada, debía ocultarme. A Edward le extrañó mi actitud y aún más que me fuera así tan abruptamente, pero no hizo caso. Bob le sirvió su típico vaso de whisky, manifestando su preocupación por mí a él. A él… que poco le importaba siquiera tanto mi vida como mi presencia en esta posada. A él que siempre me ha tratado como si fuese una persona despreciable por las veces que he intentado que dejase de beber y darle razones para que me odie.

Salió de ahí tras apurar su copa y di un enorme suspiro de alivio liberando esa tensión. Cogí el cubo de fregar y la eché en las rendijas de las cloacas de fuera de la posada. No le había visto, ni presté atención si estaba cerca o lejos. Normalmente suele desaparecer nada más irse, pero supongo que lo poco que pudo ver de mí en la posada le llamó la atención. Entró. Estaba a mis espaldas y ni siquiera le había visto, ni Bob me advirtió que me seguía a la cocina. Me sobresaltó cuando me di la vuelta y vio mi frente. Palidecí, me hizo preguntas, yo le evadí. Quiso que le siguiera al ático de la posada donde estaba el cuarto de armas de la orden para hablar. Me costaba subir las escaleras, aún me dolía la boca del estómago y se dio cuenta que me movía dolorida por mucho que tratara de ocultárselo. Tenía miedo. Jamás tuve miedo a Edward como ese día. Había escuchado tantas veces sus amenazas por darme una paliza, que esta vez me lo creí. Volvió a preguntarme cómo me hice eso, me obligó a apartarme el pañuelo del cuello. Tenía ganas de salir corriendo, incluso le dije que tenía que hacer la comida y que no podía quedarme ahí, pero me respondió que de poder podía salir de ahí, pero tendría problemas si intentase cruzar esa puerta. Palidecí, el corazón me latía con tanta fuerza que probablemente, hasta Edward lo escuchaba.

Se quitó el guante derecho y me levantó la mano. Aparté la cara de la aprensión y cerré los ojos, estaba segura que iba a pegarme. Sinceramente… lo merecía. Le engañé, me hice pasar por otra y mi error me aplastaba más y más mi conciencia, pero en lugar de eso, sentí sus dedos que tocaban lo que me hizo en el cuello. No quise que me tocara, le aparté la mano sin ser brusca. Me hablaba… reprendiéndome con un tono seco por mi locura. Volvía a intentar tocar mi cuello, no vi su rostro en ningún momento, pero continuamente le apartaba la mano. Tenía la cabeza agachada, no quería que viese mi vergüenza y a todo le decía «sí, señor». Finalmente, me agarró de la barbilla y me obligó a mirarle a los ojos para amenazarme que jamás me atreviese por mi bien de volver a darle una patada en su entrepierna. Me intimidó tanto esa amenaza, que no me salían las palabras.

Terminó de hablar conmigo y volvimos a bajar esas escaleras. Volvió a la barra y sacó su petaca, pensé que quería que Bob la volviera a llenar de whisky, pero en lugar de eso le dijo que me la diese. No comprendí por qué me la daba, se marchó sin más y yo no quise preguntarle para no contrariarle, era la primera vez que deseaba que se fuera. Bob estaba perplejo y obedeció a la petición de Edward, yo me la quedé, pero a pesar de preguntarle a Bob por qué me la dió, él no tenía respuesta a esa pregunta».

Unos nudillos en la puerta la sobresaltó un poco y la interrumpió de seguir escribiendo.

-Eolion, ¿estás ahí? voy a llevar mis cosas en la habitación -era la voz de Raynard.

-¡Voy enseguida! -contestó sonriente.

Cerró el diario y esta vez, lo guardó en el tomo-arcón que le regaló su mejor amigo. Ahora podía ponerlo en la estantería con los pocos libros que tenía sobre magia básica. El diario estaba al fin seguro.

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2º Parte: Memorias de Eolion

gw2Su segunda mañana, después de hacer sus tareas, subía a su habitación para continuar el diario. No quería tardarse tanto como el primer día, y para ella era crucial estar pendiente de las campanadas lejanas del barrio de Ossa donde anunciarían la hora y así, no volver a entretenerse. Pasara lo que pasara, debía ser muy cuidadosa, y lo más importante: no ponerse nerviosa ante cualquier indicio de sospecha por sus actividades dentro de su cuarto. Tenía que seguir escribiendo. Cada vez le obsesionaba la idea de que, si algún día decidiese abandonar la orden, la borrarían la memoria y debían hacerlo quiera o no quiera para proteger los secretos que guardaban en ella:

«Tengo que aprovechar cada momento en que me sea posible escribir para recordar también por qué en el fondo creí en la Orden, y esa fe, tenía que ver con Edward:
Él era un huesped en esa posada y lo cierto es que, a pesar de que me intimidaba su presencia, sentía una extraña atracción que no supe comprender, ni siquiera a día de hoy que relato esta historia. Había algo en él… que no podría explicar con palabras… como si… escondiera una infinidad de secretos y lo soportara. Su fortaleza. Su salvación… o su perdición.

Quería ser alguien servicial cuando salió de su cuarto y volvimos a encontrar nuestras miradas. ¿Por qué me desarmaba tanto su mirada? Él seguía enfundado en esa capucha, y la poca luz que arrojaba en la sala que daba a su habitación apenas me dejó definir su rostro, me costaba mantener la mirada por mucho tiempo. De todas las veces que le encontraba, olía a whisky del barato. Siempre con una petaca guardada o pidiendo un vaso de whisky en la barra. Era… distante, frío. Sólo hablaba con monosílabos. Autoritario, déspota, arrogante, prepotente, grosero… Dioses… era imposible. Al menos ese día repitió tortitas, le gustaron. No podía ofrecerle nada a menos que él lo pidiera y lo recalcaba con advertencias de agresión algunas veces. Y aún así… un estúpido imán me atraía a ese hombre. No era difícil saber que sus problemas de alcoholismo eran por tantas vivencias que le pasó, nació en mí una insensata razón de querer ayudarle frente a su alcoholismo siendo sutil al principio. Quería que comiese, sabía que no comía bien, y le preparaba toda clase de platos para que bebiera menos. No le ofrecía whisky en las comidas, si no agua o en el desayuno un café. Y a pesar de sus advertencias de partirme el cuello y de que me metiera en mis asuntos, yo seguía haciendo lo contrario. Fui una temeraria, sabía que lo haría y no le temblaría el pulso al hacerlo, pero yo seguía metiéndome en su vida, hasta que harto se fue. Para qué engañarnos… no me extrañaba.

Durante su estancia, conocí al jefe de la posada y Guardián de la Orden. Un pequeño asura que al principio creí que era un cliente. Ya de antes, llegó un charr que no conocía de nada y que quería que le apuntase su copa de ron al jefe. Yo, por supuesto, si no conocía a la gente, no fiaba. Eso le molestó considerablemente, pero no me importó. Había demasiado descarado por la ciudad como para que me metiese en un lío y perdiese mi trabajo ¡ni hablar! Pero me asaltaron las alarmas cuando vi que el pequeño asura y el charr iban directamente a mi cocina, ¿pero qué se habían pensado? ¿que aquí pueden entrar donde quieran? Je… cogí la escoba, ¡Los iba a echar a patadas! aún más cuando vi que se metían en el sótano, donde Melissandre me ordenó que bajo ningún concepto bajase. Bajé de inmediato con escoba en mano bramando que se largasen de aquí, que era propiedad privada. Pero el asura me paró los pies y me anunció amenazante que él era el jefe del establecimiento, y que si no me marchase de ahí, iba a despedirme.

Palidecí y me fuí de ahí corriendo a zancadas. Dioses… quería que la tierra me tragase. No tenía ni idea de quién era mi jefe, como tampoco tenía ni idea de qué estaba pasando en ese sótano. Me angustiaba por momentos pensando en que se acabó, en que iba a perder lo que tanto me costó ganar, mi trabajo. Se me hizo un nudo en el estómago. Me mandó arriba a hablar y sentía como la tierra empezaba a agrietarse bajo mis pies. Estaba muy tensa, agarrotada, y mirando esos enormes ojos del asura clavarse en los míos, estudiándome. Su pseudo era Iron, así se presentó. Me hizo preguntas sobre quién me contrató, sobre mi vida y respondí a todas. Una sonrisa se dibujó en esos pequeños labios y todo lo contrario de lo que pensaba que me iba a pasar me dijo que le gustaba. Me veía como un lienzo en blanco, me habló de la Orden, en lo que luchaban, en lo que creían, y que la Orden podría cumplir mi sueño de ser una Ilusionista, ya que dentro de ella también habían maestros. Ahí fue cuando conocí a la señorita Guilty que pasaba por ahí, o escuchó lo suficiente como para sentir curiosidad, aunque no me veía preparada. Yo tampoco, la verdad. Pero quise aprovechar esa oportunidad y acepté sin reservas. Juré que serviría a esa causa y me dio las condiciones que necesitaba seguir tanto trabajando en la posada, como de qué forma debía servir.

Prometió enseñarme, yo estaba ansiosa. Me llevó a un lugar que aparentaba ser solitario. Encima de una cabeza de águila, una enorme estructura de acero del Pabellón de la Corona. Aprendí sobre los dragones, sobre la magia que estaba imbuida en todo Tyria, el por qué luchabamos, lo que había sucedido hasta entonces. Y por alguna extraña razón, relacioné la primera vez que Edward salió de aquella cocina y nos encontramos. Sí… él era de la Orden, no tenía la menor duda. Pregunté. Me confirmó mis sospechas y quise saber más de él. Quería saber todo de él, quería saber quién era y su nombre. Él me dijo que respondía por cinco nombres, pero ninguno era el real. De lo poco que pudo contarme… todas las respuestas eran que él fue un miembro importante de la Orden. No solo eso, había hecho muchas cosas por Tyria, por la Orden, hasta que la abandonó. Dioses… ¿por qué la abandonó? ¿por qué? todo lo relacioné. Su adicción al alcohol y lo que hizo en el pasado. Algo había pasado, algo se me escapaba. Habían páginas en blanco. Mi interés por Edward se acrecentó, del mismo modo que mi fe en la Orden.

Pero mi instrucción se demoraba. Tan solo tuve un par de encuentros con el Maestro Iron, y mi sed de conocimiento era cada vez más intensa. Durante esos días en el que sólo atendía en la posada, conocí a Daril, un joven un poco desastre; llegamos a ser amigos. Llegué a aprender con él a sentir la magia. Él decía que la magia está en todos, tan solo debemos despertar los sentidos y me enseñó cómo, con un pequeño juego de notas escritas con magia. Creí que era difícil, pero en realidad, no fue así. Mi interés por la magia era tal que enseguida busque esas sensaciones mágicas que no se veían, pero sí notarse. Qué agradable era sentir como discurría por mis dedos, no me asustaba, me maravillaba. Era preciosa, era… poesía. Sí… era mi destino.

Daril creyó en mí, quise hacer cosas por mí misma con su ayuda. Siempre recordaré cuando me entregó mi primer libro de magia básica en el paraje cerca de la casa del árbol, fuera de Linde, y con ello, él buscaba en mí una oportunidad para poder ser algo más que sólo amigos. No estaba preparada para una relación, y aunque en alguna que otra ocasión me advertían que no me acercase a Edward y que era un hombre peligroso, mi corazón involuntariamente lo estaba aceptando. Pero debía olvidarlo en sentido emocional. En parte, sabía que tenían razón, que no era bueno para mí un hombre como él, ni siquiera contemplaba tener la más mínima oportunidad de que Edward me aceptase al menos en confianza. Daril no aceptaba un «No» por respuesta, así que… preferí darle un «Tal vez», conocernos mejor, ser amigos al menos, y quién sabe qué nos depararía el futuro. En ese momento pensé que Daril podría ayudarme a no obsesionarme con la idea de seguir acercándome a Edward. Pero… me equivoqué. A pesar de que mi cariño lo tenía, no podría quererlo de la misma forma que él me quería. Pero nunca se lo oculté.

El Maestro Iron me dijo en aquellos dos días que me estaba instruyendo, que debía hacerme un alter-ego. Una personalidad distinta cuando cubriera mi rostro frente al mundo cuando tocase hacer las misiones por mi propia seguridad. Una intérprete. Una persona distinta que vista de otra forma, que camine de otra forma, que hable con otra tonalidad. Nadie debía saber quién soy, excepto la orden o yo misma. Tenía que llamarme de otra forma, abandonar el nombre de Eolion cuando fuese ella. Así que, adopté el nombre de Presea como pseudo. Era el nombre de la Alhaja que perdí de mi madre cuando era niña. Jugaba con ella, lo único que tenía de su familia que poco habló de ella en vida. Me llevé una buena zurra.

Con Daril ensayé a ser ella. Una mujer segura, avispada, caminar con elegancia… y no como una campesina. Saber negociar y asomar esa sensualidad enterrada en no se donde. Compré vestidos en las subastas de Linde con las propinas que me daban los clientes de la posada. Eran bastante generosos. Mi primer vestido, era de una noble que subastaba sus vestidos pasados de moda. Eran atrevidos, pero no me importaba, solo tenía que remendar o reajustar con un poco de hilo, aguja y tijeras.»

Las camapandas del reloj anunciaban que pronto tenía que ir a comer. Eolion levantó la vista y apartó la pluma. Dio un hondo suspiro. Se mordió el labio inferior y volvió a guardar el diario al fondo del cajón.

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GuildWars2: Memorias de Eolion Oconell

En una librería cualquiera de Linde de la Divinidad, Eolion entró en busca de un diario con hojas en blanco, tinta suficiente y una pluma. Después de ser atendida por un amable señor rechoncho, antes de salir de la puerta, observó tras los cristales si hubiera alguien vigilando. Cuando no vio nada raro, metió lo que compró en su bolsa vacía cruzada en banda y salió de ahí despidiéndose del dependiente con una sonrisa. La puerta sonó nada más abrirla por la campanita que había en la cima de la hoja de la puerta.

Nunca antes había escrito sus memorias. Ni siquiera sabía si podría plasmar todo lo que le había sucedido en todo este tiempo desde que su vida cambió nada más entrar en la ciudad. Lo que habló Melissandre con ella en ese momento tan crucial en la que estaba completamente hastiada de todo -especialmente por Edward y lo ocurrido en esa mañana- quiso tomar la decisión de abandonar la Orden de los Susurros definitivamente, y hacer lo que tantas veces habían hablado antes de marcharse su mejor amigo Raynard sobre el Priorato. Pero no contó que tras haber estado ligada a aquel juramento, la condición era un precio demasiado alto: La borrarían la memoria justo después de haber sabido dónde se metía y de quién pertenecía El Susurro de la Doncella. No recordaría siquiera su aprendizaje como aprendiz de Ilusionista, ni a Dyren, su Maestro, ni a Melissandre a la que tanto aprecia, o incluso a su mejor amigo Raynard, al que conoció estando en la posada. O a su nueva hermanita Rayna, a quien cogió tanto cariño en tan poco tiempo. Eso era algo que se negaba rotundamente, no consentiría que eso pase, no querría olvidar todo lo que había vivido, aunque a veces haya deseado con todas sus fuerzas olvidar a Edward, ni siquiera ella estaría preparada para semejante decisión. Tan solo dio un profundo suspiro y miró hacia adelante, donde el barrio de Rurikton aparecía en aquella calle que bajaba desde la avenida principal que cercaba Linde.

Había hecho todo su trabajo en la posada. Atendió a los clientes el desayuno, limpió las habitaciones, y preparó la comida. Suerte de tener a Bob que la ayuda en la taberna, su compañero de trabajo y amigo. Sonrió al recordar las veces que la ha soportado sus momentos más angustiosos. «Mi querido Bob» se decía a sí misma mientras sus labios dibujaban una sonrisa. Estará eternamente agradecida.

Nada más cruzar el umbral, Bob fregaba el suelo de la taberna.

-¡Ya estoy aquí! -anunció.
-Bienvenida de vuelta, Eolion. -sonrió Bob, sujetando el palo de la fregona.- Creo que lo tenemos todo apunto para cuando tengamos que abrir. Ya he apagado el estofado que preparabas, tal y como me dijiste, ¿tengo que hacer algo más?
-No, Bob. Todo está bien. -le devuelve la sonrisa.- Estaré en mi habitación. Si necesitas algo, ya sabes donde estoy. -dijo mientras cruzaba el vestíbulo hacia las escaleras.
-Muy bien -respondió.

eolionLlegó a su habitación, no había nadie en el pasillo. Entró y cerró la puerta, asegurándola con un par de vueltas de llave. Dejó la bolsa encima de la cama y sacó lo que compró de la tienda. Tenía un pequeño escritorio donde encendió una pequeña lámpara de gas, pues su habitación no tenía una gran ventana que iluminara su cuarto. Se sentó en aquella vieja silla que crujía la madera nada más sentarse. Se acomodó abriendo la primera página en blanco, suspiró hondo, mojó la punta de la pluma en el frasco de tinta y se preparó mentalmente. Empezó a garabatear la primera hoja:

<Si te rindieras, si alguna vez sientes un vacío donde todo no parece encajar en tu vida, es hora de que leas este diario y empieces a recordar todas esas páginas de tu vida que arrancaron.>>

«Todo comenzó cuando perdí la finca Oconell, una finca familiar que por dos generaciones, desde que se asentaron los Oconell en Shaemoor, se acomodaron en esa acogedora villa. Probablemente no hará falta que me remonte tiempo atrás, recordar a mis padres y mis dos hermanas menores, pero jamás olvidaré lo que mi padre, Jacob Oconell, me decía:

<No dependas de nadie, lábrate tus propios esfuerzos. Lucha por ti misma, Eolion. Los Oconell siempre hemos sabido resolver nuestros propios problemas, y si tropiezas, no te quedes en el suelo, aprende a levantarte.>
Esas palabras cobran sentido día a día. He perdido la finca, no la pude defender cuando los centauros nos asediaron. Y a pesar de que los Serafines pudieron encontrar ayuda de unos héroes desconocidos, lo único que pude salvar, gracias a una Ilusionista misteriosa, fue mi vida. Desde entonces, viendo lo que fue capaz de hacer, ver cómo podía clonarse, desatar su magia arcana, engañar y confundir a esas bestias desalmadas, me propuse venir a Linde sin nada más que una pequeña maleta de cuero viejo y unos míseros ahorros con grandes esperanzas en los bolsillos. Quería ser como esa mujer, quería ser algún día una ilusionista, y con ello… poder algún día servir a Tyria o a quienes lo necesiten, del mismo modo que hicieron conmigo. Encontré a uno de los héroes que nos ayudaron llamado Connor, ingeniero con inventos raros y con la cabeza de chorlito. Más tarde, conocí a un Silvari que para mí era la pura inocencia personificada en un solo ser, mi querido Elurian, ¿cómo olvidarle? sea donde quiera que esté en este instante, espero que Melandru lo acoja en su seno y lo proteja más de lo que yo hubiera podido protegerle.

A pesar de que estuve pocos días con ellos, mis ahorros empezaban a resentirse. Cada vez tenía menos dinero para comer o para pasar la noche en una posada. Busqué trabajo desesperadamente por todo Linde de la Divinidad y no tuve suerte. He llegado a pasar las noches en un parque junto a Elurian, donde compartí charlas de las vivencias y costumbres de esa maravillosa raza, y de lo que les ocurría si sufrían demasiado, lo propensos que podían llegar a ser; corromperse si no supieran dominar sus emociones. Él lo llamaba esos Silvaris «La pesadilla».

En mis andanzas por encontrar un trabajo, llegué a una misteriosa posada llamada El Susurro de la Doncella. Me atendió una mujer joven, pelirroja y atractiva llamada Melissandre. Vio la desesperación en mis ojos, y supongo que se compadeció de mí. Estaba de prueba ese mismo día, quería verme como me desenvolvía atendiendo a una taberna que cada noche siempre estaba abarrotada de gente. Mi primer día fue casi un desastre:
Mientras esperaba a la encargada de ese lugar, me permití gastarme un poco de mi escaso dinero para tomar algo. Fue entonces cuando conocí a un chico extraño con la cara echa un mapa. Se llamaba Cassiel. Sinceramente, no entendí en ese momento por qué no iba corriendo al hospital, pero su mayor excusa fue «no me gustan los médicos». Bueno… es típico. Los matasanos a veces no son muy agradables, pero sí necesarios. Casi no recuerdo qué era lo que pasó ese día. Sólo sé que, en medio de una charla, mientras Connor y Elurian estaban ahí para acompañarme, un patoso Norn que me tapaba completamente la visión, caminó hacia atrás de espaldas y me dio un buen pisotón que casi me deja sin pie. Dioses… todavía recuerdo ese dolor. «

Del recuerdo, Eolion cruzó las piernas y se frotó el empeine por un momento con la mano izquierda, pero seguía escribiendo.

«Más que nada, porque justo en mi primer día, que fue ese ‘bendito’ día del pisotón, tuve que aguantar el dolor con todo el temple que yo misma me podía permitir. Tenía que impresionar a Melissandre, ¡necesitaba el trabajo! e hice todo cuanto estaba en mi mano, aunque con tanto jaleo de esa posada, era difícil poder atender las comandas a tanta velocidad. Qué decir… aún dormía en ese parque frente la estatua de Melandru junto a Elurian unos días más, aunque más tarde, me cobijé en la posada donde trabajaba cuando demostré que podía ser bastante más útil, aunque hiciera horas extras. Siempre recordaré el aviso de Mel:

<Bajo ninguna circunstancia, sea lo que sea, bajes al sótano. Está restringido, ¿lo entiendes?>

Esa restricción me pareció fácil de cumplir. Quería el trabajo y desde luego no me entró la curiosidad. Pero, dentro de lo que encerraba ese día, jamás olvidaré esos ojos marrones-verdosos tan intimidantes bajo una capucha. Tal vez no esté contando bien la historia de ese comienzo en que conocí a ‘Edward’. Sí… no es su nombre verdadero, de hecho, tuve que inventármelo para que respondiese y aceptase que le llamara así. Fue el día anterior a mi día de trabajo. Buscaba por días a la encargada, pero nunca la encontraba. Debes perdonarme el desorden particular a ese recuerdo, y quizás no sea el mejor de los recuerdos, y aunque mi mente querría que lo olvidaras y omitirlo a este diario, una parte de mí me grita que no quiere que le olvides. Espero que sepas gestionarlo bien.

Recuerdo ese día como si fuera ayer cuando nuestras miradas se encontraron en un accidente buscando el servicio de la posada, donde me topé con él. Salía justo de la cocina y nos chocamos. Su mirada era… tan intimidante. Parecía que podía ver a través de mí. Me arrebató el aliento y me sentí como un cervatillo asustado frente a un depredador, atenta a cualquier movimiento, sin pestañear. Paralizada. No podía levantar la planta del pie del suelo ¿cómo es posible que un hombre me intimidase tanto sólo con mirarme? Apartó la vista y siguió su camino. Fue entonces cuando recordé cómo respirar, no sé por cuánto tiempo estaba aguantando la respiración, o por cuántos segundos nos quedamos mirándonos a los ojos. Pero sean los que sean, para mí me parecía que el tiempo se había detenido. Era alto, podría medir 1,90 aproximadamente y aunque ocultaba su cuerpo en esa gabardina desgastada de color marrón, se podía intuir perfectamente que era de espalda ancha. Había hablado con Melissandre, y supongo que fue ahí donde la conocí, aunque no sabía que era la encargada de la posada, hasta que lo supe en mi primer día. Ni qué decir cuando llevaba tan solo un par de días trabajando ahí y Edward pidió alojamiento en la posada.

El día antes de que se alojase, no tenía ni idea de que iba a conocer a mi mejor e íntimo amigo. ¿Quién lo iba a decir? ni más ni menos que un noble de Halcón de Ébano, Lord Raynard Hambly. Un gallardo joven, de condición humilde, a pesar de pertenecer a una familia adinerada. No he conocido a muchos nobles, apenas uno de paso con su carruaje que pasaba por los campos de Shaemoor y era un hombre cruel y prepotente. Todos mis vecinos donde pasaban de vez en cuando a Linde para abastecerse de cosas que en el pueblo no disponíamos, comentaban desdeñosos tal clase social por ver a la plebe como seres inferiores. Sin embargo, Raynard era la excepción. Era gentil, amable y atento conmigo; tanto que en poco tiempo el trato dejó de ser simple formalismos a tener fantásticas charlas de temas tan interesantes como personales. Me inspiró mucha confianza y sé que fue mútuo. Cada día le despertaba para desayunar juntos y seguir nuestras charlas, ya que más tarde de ese momento de descanso, sin tener tantos clientes que atender a esas horas de la mañana, era el momento perfecto para proseguir lo que dejábamos pendiente el día anterior, si es que no podíamos vernos el resto del día. Me habló tantas veces del Priorato, de la cantidad de magos que había y que si me decidiese algún día, podría entrar en esa Orden que desde luego estaba hecha para mí. Pues lejos de que pudiese encontrar un trabajo, quería costearme las clases para empezar a aprender magia y ser la Ilusionista que quería ser. Cumplir mi sueño. Quién sabe… tal vez aquella mujer misteriosa que me salvó era del Priorato, no lo sé, pero desde luego pertenece al Pacto seguro. No debo olvidarlo. Tal vez, algún día, nuestros caminos se crucen nuevamente y quizás tengas la oportunidad para darle las gracias otra vez. Pero… esta vez, siendo una Ilusionista luchando codo con codo junto a mi heroína.»

Un par de golpes de nudillo en la puerta la devolvió a la realidad.

-¿Eolion? -la voz de Bob reconoció de inmediato.
-¿Sí? -preguntó inquieta, mientras cerraba el diario y lo guardaba en el fondo de un cajón.
-Ah, me tenías preocupado. Se te va a pasar la hora de comer y creo recordar que en media hora marchas a las clases de tu Maestro.
«Oh, ¡maldita sea!» se sobresaltó, no se había dado cuenta de la hora y rauda fue a la puerta para abrirla de nuevo girando a la inversa la llave. Bob estaba ahí, con cara extrañada.
-¿Qué? -preguntó al verle esa cara.
-Nada… me ha parecido raro que te encerraras. Normalmente no la sueles cerrar.
-Ya… bueno. Pero supongo que no pasa nada si me encierro. Es mi cuarto ¿no? -respondió un tanto a la defensiva.
-Tranquila, mujer…-alzó Bob las manos en rendición- No voy a entrar a tu cuarto sin permiso.
Eolion chasqueó la lengua al ver que se pasó un poco con el tono.
-Perdona, Bob. -murmuró en tono conciliador.
-No pasa nada. Va, venga. Ve a comer, antes de que se te haga demasiado tarde. -sonrió quitándole hierro.
-Vale, iré a cambiarme. Gracias por el aviso.
Bob se limitó a sonreirla. La guiñó un ojo y volvió al pasillo bajando por las escaleras. Eolion dio un profundo suspiro de alivio. Pase lo que pase, no debían saber nadie que estaba escribiendo un diario, ni siquiera él.
Se cambió y seguidamente, cerró su cuarto con llave. La llevó consigo bajo las vestiduras que solía llevar cuando dejaba de ser Eolion y se convertía en la misteriosa Presea encapuchada, llevándose consigo su nuevo secreto.